Me gustaba la casa porque aparte de espaciosa e iluminada
(hoy que ese tipo de casas sucumben a los costos que una persona sola puede
costear) guardaba los recuerdos de mis momentos más preciados, el amor que fue
inmenso, mis amigos y la búsqueda personal.
Nos habituamos Libertad, Felicidad (mis gatas) y yo a
persistir solas en ella, lo que era una locura pues en esa casa podía vivir más
de una persona sin estorbarse, si es que eso es algo posible. Nos levantábamos a
la mañana y me iba a trabajar después de desayunar. La mayoría de los días nos
reencontrábamos recién para cenar, llenando la casa de maullidos pidiendo
comida, música y aroma a especias. A veces llegaba a creer que era ella la que me llevó a
quedarme sola con ellas, aunque la idea sabía era absurda. Pasé los 25 años con
la inexpresada idea de que la nuestra, simple y ruidosa familia de animales,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por la historia de familias
que generaron brechas que no pude saltar. Me moriría allí o en otro lugar algún
día, amigos recordarían sonrientes situaciones en la casa y la echarían al
suelo para no enrístrese; o mejor, quizás sean los gatos del barrio quienes
sigan manteniendo viva con sus recuerdos esta casa.
Libertad y Felicidad eran hermanas de padres diferentes. La
mayor era oriunda de La Paternal, fina, esbelta. Pasaba los días durmiendo en
lugares altos de la casa donde nadie la pudiera molestar. A veces por el día,
otras por la noche, fiel a su nombre, salía a pasear por los techos vecinos que
conectaban con el balcón. Defendía su territorio de los gatos de otras
familias, que eran obligados a dormir fuera y muchas veces habían intentado
buscar refugio en la casa a través de una ventana abierta o una puerta. La
menor, que llegó a través de un amigo, era torpe y temerosa, juguetona como
cuando era cachorra, aunque de eso ya había pasado tiempo. Buscaba abrigo en mi
regazo, o en el de los invitados, era suave y peluda, y aunque a algunos
molestaba nadie le negaba una caricia cuando los miraba con sus redondos ojos
azules. Pasaban horas jugando juntas por la casa, recorriendo las habitaciones,
trepando a las estanterías para intentar sacar algún libro y conseguir mi
inmediata y consecuente participación en el juego. Podía sentir que me querían
cada vez que llegada la noche se acostaban una a cada lado de mi cuerpo y me
abrigaban con su suavidad y sus ronroneos. Pero es de la casa que me interesa
hablar, de todas sus habitaciones que alguna vez fueron ocupadas y hoy se van
vaciando de a poco, voy descubriendo ausencias, faltas, carencias. Trabajaba
mucho y estábamos poco tiempo sin otra gente de visita, pero el silencio y el
sonido del viento moviendo la ventana de los cuartos casi vacíos me daba una
sensación de bienestar que cada tanto me calaba los huesos.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor,
una sala enorme que era también biblioteca, cocina y living, y tres
dormitorios grandes que lo rodeaban. Solamente una escalera, que daba al patio
compartido con otros departamentos, nos
separaban de la calle. Se entraba a la casa por ese patio, y de ahí unos metros
a la puerta con rejas, a la escalera que daba a la sala principal. De manera
que uno entraba por el patio, abría la abría la puerta, subía la escalera y
pasaba la sala; tenía a los lados las puertas del baño y los dormitorios; cada
uno con ventanas grandes que daban a balcones conectados con techos de casas
vecinas. Cuando las puertas estaban abiertas advertía uno que la casa era muy
grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican
ahora, apenas para moverse. Las gatas y yo vivíamos casi siempre en esta parte
de la casa, casi nunca íbamos más allá de las otras puertas, salvo para jugar o
hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en todo. José C. Paz
no será una ciudad limpia, pero eso no sólo se lo debe a sus habitantes sino
también a las calles de tierra y la falta de cloacas. Hay demasiada tierra en
el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los vidrios y las
estanterías; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el
aire, un momento después se deposita de nuevo en todos lados.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin
circunstancias inútiles. Volvía luego de tres días de ausencia, después de
pasar un campamento con mis alumnos de la escuela, eran las seis de la tarde y yo
llegaba a la casa acompañada de Karen y Martín que me habían extrañado y querían
tomar unos mates. Subimos por la escalera hasta enfrentar la entornada puerta que
daba a la sala. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla
sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo
tiempo o un segundo después, en otra habitación que conectaba con la primera en
la parte del techo. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde,
los demás hicieron lo mismo, incluidas las gatas; apareció un felino enorme
corriendo arrebatado y se encontró con las salidas cerradas, trepó las cortinas
hasta derrumbarlas y huyó a una de las habitaciones desocupadas. Le abrí la
ventana que daba al balcón y cerré la puerta que conectaba con la sala para que
se pueda escapar tranquilo.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de
vuelta con la bandeja del mate le dije a Karen y Martín:
-Tuve que cerrar la puerta de la habitación. El gato la ha
tomado. Se parece a Miau Tsé Tung (mi primer hijo que se fue de casa hace un
par de años)
Dejaron caer los celulares y me miraron con sus graves ojos
cansados.
-¿Estás segura?
Asentí.
-Entonces -dijeron abriendo el paquete de facturas-
tendremos que seguir en este lado, y esperar a ver si se va o se queda.
Seguimos tomando mate y charlando de cualquier cosa. Yo me
quedé pensando. Me acuerdo que las facturas eran las que más me gustan, agasajo
de Martín por el supuesto día del preceptor.
Cada tanto me acercaba al cuarto esperando no encontrarlo
más, pero seguía siempre acurrucado sobre el tapa rollo, temeroso, temblando.
Me ilusionaba pensando que era aquél gato que tanto había querido y desapareció
un día sin dejar rastro. Me acordé con risas como lo habíamos buscado con su
padre por las casas del barrio, gritando su nombre, moviendo su tarrito con
comida, pegando carteles con su foto en los negocios y postes de luz
vecinos. Siempre había soñado con su
regreso, miraba sus fotos y lo extrañaba en silencio, lo extrañaba a él y a
como me sentía en ese tiempo.
Pensé que si no era Miau Tsé Tung no importaba, era otro
gato perdido, asustado dentro de una casa de la que, al igual que yo en este
momento, no podía salir.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. Pasaron las
horas y el gato seguía ahí. Le puse comida y agua, le llevé uno de los
recipientes con piedritas, dejé toda la noche la ventana abierta.
Pensé que era la casa, la que me había traído a esta situación
de no poderle negar resguardo a los gatos. Pensé que quizás, en algún momento
podría hablar con él y preguntarle cómo llegó aquí, si se siente a gusto o si
prefiere escapar de mi. Podría adoptarlo, aceptar que la casa había sido tomada
por felinos a los cuales les debía respeto y cuidado, dejar de buscar
mosquiteros y no cerrar más las ventanas antes de irme, porque si la casa lo
quiere así yo no podía detener el movimiento de las cosas y tarde o temprano se
saldría con su cometido.
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