27 de septiembre de 2013

Siguen visitándome los gatos


Ayer, tres gatos intentaron entrar en casa. Cerré las ventanas y pasaron horas mirando desde el balcón mientras yo tomaba mate, y mientras leía los miraba de reojo.
Temo que falta poco para que empecemos a tener conversaciones interesantes quien sabe sobre qué cosas.

Temo que las letras que saqué de "Kafka en la orilla" y tengo tatuadas...

No, no podría ser tan bueno.

25 de septiembre de 2013

La menstruación, las hormonas, y la concha de su madre.



Pienso cosas y me repugno de manera contradictoria. Me siento triste y culpable. Después entiendo. Dejo de autodestruirme el alma.

Me siento una pelotuda. 

Siempre estuvo el mismo pozo. Siempre fue igual de profundo. Lo tapé con ramas para que no moleste y al final aparecí acá adentro. Sumergida.

Quizás fue la tormenta (¿o eso fue una ilusión?).

Habrá sido la tormenta que con su fuerza corrió los escombros de años y me abrió paso a los rayos de luz.

..

Ansío sentirme nuevamente mariposa.

Casi no me reconozco y las ropas son las de siempre. Los días pasan ansiando los días que no llegan. Y es fácil echarle la culpa a la menstruación, pero esto es un exceso.

Los amigos tiran de una soga para ayudarme a salir.

Ellos saben que a veces retrocedo, lo entienden aunque algunos se quejan. Es que el exterior me parece tan desconocido. Como si hubiera llegado hace muy poco al mundo y cada cosa no dejara de sorprenderme, de causarme espanto y llenarme de pasión, atiborrada de experiencias que todavía no puedo ordenar. Pienso que tendrá que ver con las raíces. No es nada sencillo a esta altura de la vida animarse a echar raíces y despegar.

¿A esta altura de la vida…?

Las hormonas y el tango. Las cuatro estaciones de Vivaldi. Salir de todo y entrar en mí.

Putear como una condenada. No soltar una lágrima. Enorgullecerme y odiarme por eso. Respetando el orden. Alegrándome los días de sol. El resto esperar.

¿Esperar qué?

Que la vida deje de pegarme piñas y me cague a trompadas de una buena vez. Que se saque las ganas conmigo.

Que después no joda más.
.


Que algo me venga a salvar.

Que no tenga que ver con nadie más que conmigo.

14 de septiembre de 2013

Mi casa tomada

Me gustaba la casa porque aparte de espaciosa e iluminada (hoy que ese tipo de casas sucumben a los costos que una persona sola puede costear) guardaba los recuerdos de mis momentos más preciados, el amor que fue inmenso, mis amigos y la búsqueda personal.

Nos habituamos Libertad, Felicidad (mis gatas) y yo a persistir solas en ella, lo que era una locura pues en esa casa podía vivir más de una persona sin estorbarse, si es que eso es algo posible. Nos levantábamos a la mañana y me iba a trabajar después de desayunar. La mayoría de los días nos reencontrábamos recién para cenar, llenando la casa de maullidos pidiendo comida, música y aroma a especias. A veces llegaba  a creer que era ella la que me llevó a quedarme sola con ellas, aunque la idea sabía era absurda. Pasé los 25 años con la inexpresada idea de que la nuestra, simple y ruidosa familia de animales, era necesaria clausura de la genealogía asentada por la historia de familias que generaron brechas que no pude saltar. Me moriría allí o en otro lugar algún día, amigos recordarían sonrientes situaciones en la casa y la echarían al suelo para no enrístrese; o mejor, quizás sean los gatos del barrio quienes sigan manteniendo viva con sus recuerdos esta casa.

Libertad y Felicidad eran hermanas de padres diferentes. La mayor era oriunda de La Paternal, fina, esbelta. Pasaba los días durmiendo en lugares altos de la casa donde nadie la pudiera molestar. A veces por el día, otras por la noche, fiel a su nombre, salía a pasear por los techos vecinos que conectaban con el balcón. Defendía su territorio de los gatos de otras familias, que eran obligados a dormir fuera y muchas veces habían intentado buscar refugio en la casa a través de una ventana abierta o una puerta. La menor, que llegó a través de un amigo, era torpe y temerosa, juguetona como cuando era cachorra, aunque de eso ya había pasado tiempo. Buscaba abrigo en mi regazo, o en el de los invitados, era suave y peluda, y aunque a algunos molestaba nadie le negaba una caricia cuando los miraba con sus redondos ojos azules. Pasaban horas jugando juntas por la casa, recorriendo las habitaciones, trepando a las estanterías para intentar sacar algún libro y conseguir mi inmediata y consecuente participación en el juego. Podía sentir que me querían cada vez que llegada la noche se acostaban una a cada lado de mi cuerpo y me abrigaban con su suavidad y sus ronroneos. Pero es de la casa que me interesa hablar, de todas sus habitaciones que alguna vez fueron ocupadas y hoy se van vaciando de a poco, voy descubriendo ausencias, faltas, carencias. Trabajaba mucho y estábamos poco tiempo sin otra gente de visita, pero el silencio y el sonido del viento moviendo la ventana de los cuartos casi vacíos me daba una sensación de bienestar que cada tanto me calaba los huesos.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala enorme que era también  biblioteca, cocina y living, y tres dormitorios grandes que lo rodeaban. Solamente una escalera, que daba al patio compartido con otros departamentos,  nos separaban de la calle. Se entraba a la casa por ese patio, y de ahí unos metros a la puerta con rejas, a la escalera que daba a la sala principal. De manera que uno entraba por el patio, abría la abría la puerta, subía la escalera y pasaba la sala; tenía a los lados las puertas del baño y los dormitorios; cada uno con ventanas grandes que daban a balcones conectados con techos de casas vecinas. Cuando las puertas estaban abiertas advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse. Las gatas y yo vivíamos casi siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de las otras puertas, salvo para jugar o hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en todo. José C. Paz no será una ciudad limpia, pero eso no sólo se lo debe a sus habitantes sino también a las calles de tierra y la falta de cloacas. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los vidrios y las estanterías; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en todos lados.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Volvía luego de tres días de ausencia, después de pasar un campamento con mis alumnos de la escuela, eran las seis de la tarde y yo llegaba a la casa acompañada de Karen y Martín que me habían extrañado y querían tomar unos mates. Subimos por la escalera hasta enfrentar la entornada puerta que daba a la sala. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en otra habitación que conectaba con la primera en la parte del techo. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, los demás hicieron lo mismo, incluidas las gatas; apareció un felino enorme corriendo arrebatado y se encontró con las salidas cerradas, trepó las cortinas hasta derrumbarlas y huyó a una de las habitaciones desocupadas. Le abrí la ventana que daba al balcón y cerré la puerta que conectaba con la sala para que se pueda escapar tranquilo.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Karen y Martín:
-Tuve que cerrar la puerta de la habitación. El gato la ha tomado. Se parece a Miau Tsé Tung (mi primer hijo que se fue de casa hace un par de años)

Dejaron caer los celulares y me miraron con sus graves ojos cansados.

-¿Estás segura?

Asentí.

-Entonces -dijeron abriendo el paquete de facturas- tendremos que seguir en este lado, y esperar a ver si se va o se queda.

Seguimos tomando mate y charlando de cualquier cosa. Yo me quedé pensando. Me acuerdo que las facturas eran las que más me gustan, agasajo de Martín por el supuesto día del preceptor.

Cada tanto me acercaba al cuarto esperando no encontrarlo más, pero seguía siempre acurrucado sobre el tapa rollo, temeroso, temblando. Me ilusionaba pensando que era aquél gato que tanto había querido y desapareció un día sin dejar rastro. Me acordé con risas como lo habíamos buscado con su padre por las casas del barrio, gritando su nombre, moviendo su tarrito con comida, pegando carteles con su foto en los negocios y postes de luz vecinos.  Siempre había soñado con su regreso, miraba sus fotos y lo extrañaba en silencio, lo extrañaba a él y a como me sentía en ese tiempo.

Pensé que si no era Miau Tsé Tung no importaba, era otro gato perdido, asustado dentro de una casa de la que, al igual que yo en este momento, no podía salir.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. Pasaron las horas y el gato seguía ahí. Le puse comida y agua, le llevé uno de los recipientes con piedritas, dejé toda la noche la ventana abierta.


Pensé que era la casa, la que me había traído a esta situación de no poderle negar resguardo a los gatos. Pensé que quizás, en algún momento podría hablar con él y preguntarle cómo llegó aquí, si se siente a gusto o si prefiere escapar de mi. Podría adoptarlo, aceptar que la casa había sido tomada por felinos a los cuales les debía respeto y cuidado, dejar de buscar mosquiteros y no cerrar más las ventanas antes de irme, porque si la casa lo quiere así yo no podía detener el movimiento de las cosas y tarde o temprano se saldría con su cometido.